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De El tiempo habitado
 

Picos de Europa.

Hace tiempo subí una montaña para llegar a su cima. No estaba solo. Tres hombres rodeábamos una manada de caballos. La ascensión fue dura al principio, pero fue apaciguándose a medida que el cansancio se apoderaba de todo. Cuando llegamos al lugar más alto me encontré ante un paisaje imprevisto, una cima extensa hacia el horizonte lejano y serrado. Sol, altura y humedad. Desde allí la manada galopó unida y libre, y la tierra tembló. Temblaba. Qué vértigo el cuerpo estático y su inclusión en aquella imagen. Me creí héroe y busqué de inmediato un trofeo, y arranqué de entre las hierbas un cráneo putrefacto de cabrón yacente con su cornamenta. Qué tropiezo. O qué iluminación inspirar aquel hedor y alumbrar la aparición súbita de cientos de larvas.

Entre viscosidades escuché una canción de fondo, su resonancia en la tierra, su poso en las vísceras y la vibración en las arterias.

Entonces, de nuevo, algo debió comenzar.

 

***

 

árbol caído en el claro del bosque

ser lo que no se ha elegido

lo que se ha dejado en la elección

lo que se ha dejado de ser,

ser memoria, construir su espacio y comenzar

 

algo sencillo,

caminar por la noche

hablar de mí hablar de ti

no hablar

escuchar los pasos
 

imaginar un modo de ser naturaleza

arrastrándose desnudo por el bosque desnudo

desgarrarse con los arbustos y las raíces

y esparcir así la carne propia

el vello la piel la carne la sangre

y que choque el hueso con la piedra

y se pinte con la tierra húmeda

y la arcilla cubra los restos

y se seque lentamente toda humedad

 

deshacerse y acoplarse de otra manera

 

como en las manos

romperse la piedra

esperar que no suceda

 

ser carne para ser devorado

 

***

 

Fueron noches de búhos y lechuzas.

Corríamos el pasillo desde la cocina hasta la sala. Abríamos la puerta, y nos lanzábamos sobre una pequeña butaca a la izquierda, junto a un mueble lleno de libros. Luz amarilla. Buscábamos el mismo libro, la misma página, aquel sonido nocturno del jardín.

Los días eran humo. Buganvilia y magnolio. Entonces debió comenzar algo que no logro recordar, o que desconozco. Una excavación. Tierra y cortezas de raíz bajo las uñas. El sudor de la humedad, el frío. La multiplicidad de las crasas. La aparición del dolor en las palabras. La expansión.

Comenzar cuando ya ha comenzado. La reunión de todo, la enumeración, la acumulación, el vaciamiento. La imagen, la palabra, la idea. Recorrer el tiempo, regresar al comienzo. Habitar la expansión.

 

***

 

De La herida

Sus manos hoy me recordaron a las de mi madre. Me agarraron fuerte, casi con desesperación, como ella hacía para pedir perdón, avergonzada, temblorosa. Abrí los ojos entonces para escuchar la respiración de su sueño, y me concentré en la relajación de sus músculos y articulaciones. Separar cuerpo y tiempo el padre del hijo. Pensamiento.

Se agitó la oscuridad con una sola chispa. Imperceptible, sutil, fugaz, dolorosa. Vuelve aquel lamento infantil vagabundo de mis recuerdos. Y vuelve la desorientación, la fatiga dentro del laberinto. Rojo, casi negro.

Llovía cada vez más cerca. Imaginé levantar un muro con fisuras para aprender a sellarlas; soltar lastre y comenzar a construir el vacío.
 

***

 
Creo recordar que no hace mucho leía algo sobre esto en algún texto, o quizás empezaba así una conversación. Algo sobre los primeros recuerdos, sobre la necesidad de recordar el principio, sobre el acto de escribir aquella emoción, la experiencia, la imagen primera de nuestra memoria.

La imagen primera de nuestra memoria.

Eso es un poco como morir, o como morir un poco,

y comenzar de nuevo,

más liviano.

 

***

 

De La casa del trigo

Es un lugar tímido este donde la luz se posa y vela las predicciones.

Volver aquí esta mañana es comenzar de nuevo a sentir la aspereza y la suavidad en la piel.

Frente a la puerta, barro fino y seco en los bordes de una maceta vacía.

 

***

 

 

fotografía la herida

Texto Pablo Trenor Allen

Fotografía Carmen Rivero

 

 

 

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